22 octubre 2012

Milagros de cada día


Mis queridos contertulios: acabo de darme cuenta de que me he saltado una estación entera. Todo el verano sin escribir una línea. Imperdonable. Bueno, sí, voy a perdonarme porque así es más fácil perdonar a los demás, si fuera necesario.
El caso es que cuando Aurora me lea escribir (ya que no me “oye decir”) que “acabo de darme cuenta”, me dará un cachete virtual porque lleva todo el verano recordándomelo, pero he de deciros que tengo una buena excusa: he estado toda la estación estivando, es decir, pasando como he podido los rigores del calor y la sequía.  
Pero ya se van cayendo las hojas, van saliendo las setas y, con las tímidas lluvias, se me va diluyendo el pretexto, así que he decidido que es tiempo de que nos echemos una charraeta.

Los que habéis recibido algún correo mío (entre siesta y siesta veraniega), habréis comprobado que he ampliado la firma de los mismos, he añadido la frase:
La magia no es más que darse cuenta de los milagros pequeños que ocurren cada día a nuestro alrededor. 
Y de eso mismo vengo a hablaros.

El otro día me fui al monte (qué novedad) y, subiendo por el cauce tímidamente resucitado de un arroyo, escuché el sonido inconfundible de un pájaro carpintero. Los he oído muchas veces, en mis dos tierras, pero sólo había visto una vez un ejemplar en acción y a una distancia tan grande que sólo la ilusión permitía imaginar que lo estabas viendo. El caso es que ayer lo escuché a lo lejos lejos y se encontraba en la dirección en la que iban mis pasos y por eso, supongo que al acercarme se calló.
Al dar la vuelta en un meandro del riachuelo, cerca de donde me había llegado el sonido, observé a mi alrededor por si era capaz de localizarlo. Al pájaro, de momento, no lo vi, pero vi el tronco de un árbol descarnado que parecía un queso gruyere buscando el cielo.
Para mí que es el tronco-escuela de todos los pájaros carpinteros de la zona, me llamó mucho la atención y me acerqué para verlo.
Conforme me acercaba observé que, a bastante altura, había “algo” inmóvil que no pertenecía al tronco, pero como tengo la sana costumbre de ir al monte sin gafas, y como se me habían olvidado los prismáticos, no pude saber qué era. Pero por si acaso era el pica pinos en cuestión, me fui acercando despacio y haciendo fotografías con la intención de ampliarlas luego y ver si el “algo” tenía plumas.
Pude acercarme lo suficiente como para comprobar que sí era el pájaro, dictamen que se vio favorecido porque el bicho decidió mover la cabeza. Le tomé varias fotografías con el zoom de la cámara y cuando empezaba a estar agradecida y aburrida a partes iguales por su inmovilidad, se me ocurrió pensar: "A esta distancia se debe oír fuerte el golpeteo, lo suyo sería que se pusiera a picar y poderlo tomar en vídeo”. Pedid y se os dará, que dijo aquel.
Y así fue como el animalico me hizo este valioso regalo.



No sería el último regalo del día.

Ya estaba de regreso, conduciendo el coche, pero todavía por los caminos de tierra que serpentean las sierras, cuando me di cuenta de que no había visto ningún ciervo aquel día: cosa rara. Lo iba justificando y comprendiendo porque hace unos días que se ha levantado la veda y es lógico y sano (sobre todo para ellos) que los animales estén prevenidos. Además recordaba que la vez anterior que estuve por allí, había visto muchos, al menos tres grupos, y algunos muy confiados y cercanos; así que me lo tomé como una despedida de la temporada.
Pensando iba, precisamente, en estas cosas cuando al dar una curva me encontré un ejemplar joven, pastando bellotas tranquilamente, en medio del camino. ¿Y qué creéis que hizo?, ¿salir huyendo despavorido? Pues no: me miró, se rascó una oreja y siguió comiendo bellotas.



Qué bonitas coincidencias, diréis algunos. Qué chorrada, diréis los menos; pero puedo aseguraros que para mí fueron dos momentos mágicos, de esos que sólo se aprecian cuando se llevan abiertos los ojos del alma, cuando se vive el aquí y ahora como si fuera el último, como si fuera el único.
Porque los milagros suceden cada día a nuestro alrededor, aunque no siempre estemos inclinados a verlos o a reconocerlos.
Pero, ¿sabéis qué es lo que más me gusta?: que cada vez somos más quienes estamos dispuestos a disfrutarlos, a no perdernos ni un solo momento de la magia que nos envuelve,  aunque sea con algo tan sencillo como ver un caballo en el cielo disfrazado de nube.