Mensaje desde la eternidad es el título de un libro que encontré (o que me encontró) a finales del milenio pasado, cuya autora es Marlo Morgan.
A mí no me gusta ir a comprar a los grandes supermercados, pero a veces lo hago. Intento tener muy claro lo que necesito para no perderme en el laberinto de las estanterías. No me gusta comprar en esos lugares, sin embargo hay un departamento que siempre visito, supongo que para resarcirme del castigo que supone el resto de las compras. Y en esos pasillos sí que me suelo perder, al menos en la sección de libros de bolsillo, siempre tan económicos ellos y tan mañosos.
Hay gente que cuando está triste o apenada (ahora se dice deprimida, yo me niego: a llamarlo así y a deprimirme) le da por ir de compras. A mí aquel día me dio por regalarme un libro antes de hacer el resto de la compra. Y sí, estaba triste y apenada porque hacía unas semanas que mi madre, Pepita, había muerto. El caso es que vagaba sin rumbo por entre las estanterías repletas de libros sin saber muy bien lo que quería. Buscaba algo, sencillamente, que llamara mi atención y entonces lo vi. Al final de uno de esos grupos de temas, editoriales y tamaños varios; oscuro, discreto pero con un título que atrajo mi mirada como un poderoso imán: Mensaje desde la eternidad.
¿Qué pensaba encontrar yo en aquel libro? Yo sabía ya que mi madre habitaba la eternidad, pero de ahí a que me mandara su mensaje en un libro… y… ¿por qué no?
Bueno, hasta aquí los precedentes, ahora os hablaré del libro y de mi relación con él.
En mi opinión es un libro duro, de esos que cuesta avanzar en él, sobre todo cuando lo que esperas recibir de la lectura es entretenimiento. La historia que cuenta es cruda, sobre todo porque refleja la realidad aunque sea una novela. Pero es un libro con regalo. Si consigues atravesar su ecuador es como cruzar el umbral de una puerta; pasar de la penumbra de un recinto cerrado a la luminosidad del día. Supongo que a mí me pareció así porque en esa segunda parte descubrí escritas tantas cosas que yo misma había pensado, pero que no era capaz de poner en palabras. Son sentimientos, ideas, intuiciones abstractas que yo veía concretarse en aquella redacción. Tanto caló en mí aquel libro que lo regalé, llegado el momento, a una amiga que pensaba que lo necesitaba. Hasta cuatro veces compré el libro y siempre acabé regalándolo.
Para mí es un libro necesario. Porque esas ideas mías que contiene forman parte del estilo de vida que deseo, que persigo, pero que la rueda en la que andamos inmersos se empeña en hacerme olvidar a veces y entonces tengo que releerlo para reencontrarme.
La última vez que quise regalarlo no lo tenía y cuando lo busqué para comprarlo me dijeron que estaba descatalogado; más de un año anduve tras él por librerías, por ferias, por la red, por establecimientos de libros de ocasión, hasta que por fin lo encontré, pude obsequiarlo a quien quería y ahora yo misma tengo un ejemplar dedicado, de tal manera que puedo prestarlo pero no regalarlo y supongo que siempre estará conmigo.
Y todo esto viene al hilo de un comentario de Aurora en el que queda patente una clara discrepancia (qué sanas son las discrepancias cuando se tienen tantas cosas en común) entre ella y yo, a saber: mi teoría de que los libros no tienen dueño. Teoría que se sostiene en la idea de que los libros tienen vida propia. Van y vienen de mano en mano y se quedan allí donde más a gusto se encuentran o donde más se los necesita.
Quizá, la veracidad o falsedad de esta teoría es de las cosas que ya, con seguridad, sabe mi madre.
"Aprende a distinguir entre lo que dice tu mente y lo que dice tu corazón. La voz de tu cerebro es un producto de la sociedad, mientras que la voz del corazón es un mensaje de la Eternidad"